1.05.2008

La necesidad del cambio educativo para la sociedad del conocimiento

Los modelos universitarios tradicionales:
Los universitarios tienen cierta tendencia a creer en la inmutabilidad de los principios universitarios. Existe una idea, o al menos una sensación compartida, de que los principios que inspiran la organización educativa, el proceso de enseñanza, las relaciones con la investigación, por poner unos ejemplos, han permanecido sin cambios a lo largo de los años, y de que forman parte de las esencias de las instituciones universitarias. Es curioso que los universitarios, muy críticos con la mayoría de los aspectos de la ciencia o de la sociedad, sean tan respetuosos con lo que se llama la cultura universitaria (Sporn, 1996). En consecuencia, las universidades, dirigidas en muchos países por los propios universitarios, se comportan como instituciones conservadoras, sobre todo en los momentos de grandes cambios. Vivimos ahora unos momentos en los que la sociedad está sufriendo mutaciones muy profundas, y sería necesario que la universidad se adaptase a ellas si no quiere verse convertida en una institución obsoleta que ya no responde a las demandas sociales. En este artículo revisaremos algunos de los cambios que están teniendo lugar en la sociedad y que afectan al mundo universitario, para pasar después a proponer algunas respuestas que ese mundo debería dar a estos cambios de contexto.
Revisaremos, en primer lugar, algunas ideas sobre los modelos históricos de la educación superior. Los universitarios solemos estar muy orgullosos de la vieja y larga vida de las universidades, que se remonta a la Edad Media. Sin embargo, las universidades, tal como hoy las conocemos, son mucho más recientes. Fue a principios del siglo XIX cuando tuvo lugar el gran cambio de la universidad medieval a la universidad moderna. En ese momento aparecieron tres modelos de universidades con organizaciones diferentes, que se corresponden con otras tantas respuestas a la sociedad emergente del siglo XIX. Esta sociedad se caracterizaba por dos hechos: en primer lugar, se trataba de una sociedad en la que adquiría importancia como nuevo modelo de organización social el Estado-nación liberal; en segundo lugar, era la sociedad en la que se estaba produciendo el desarrollo industrial. Ante ese fenómeno común en Europa y en los nuevos Estados americanos: surgimiento de los Estados nacionales y de la era industrial, los países respondieron con diferentes modelos de organización de sus universidades. Dichos modelos se pueden agrupar en tres tipos:
El alemán, también llamado humboldtiano, se organizó mediante instituciones públicas, con profesores funcionarios y con el conocimiento científico como meta de la universidad. En ella, el objetivo era formar personas con amplios conocimientos, no necesariamente relacionadas con las demandas de la sociedad o del mercado laboral. La idea que sustentaba el modelo (heredada del idealismo alemán del siglo XVIII) era que una sociedad con personas formadas científicamente sería capaz de hacer avanzar al conjunto de la sociedad en sus facetas sociales, culturales y económicas. De hecho fue así durante más de un siglo, y las universidades alemanas ayudaron no poco a convertir al país en una potencia científica y económica.
El modelo francés, también llamado napoleónico, tuvo por objetivo formar a los profesionales que necesitaba el Estado-nación burocrático recién organizado por la Francia napoleónica. Las universidades se convirtieron en parte de la administración del Estado para formar a los profesionales que ese mismo Estado necesitaba. Los profesores se harían funcionarios públicos, y las instituciones estarían al servicio del Estado más que al de la sociedad. El modelo, exportado a otros países del sur de Europa, tuvo éxito también para la consolidación de las estructuras del Estado liberal.
El modelo anglosajón, al contrario de los dos anteriores, no convirtió en estatales a las universidades, manteniendo el estatuto de instituciones privadas que todas las universidades europeas tenían hasta principios del siglo XIX. En las universidades británicas, cuyo modelo se extendió a las nor-teamericanas, el objetivo central fue la formación de los individuos, con la hipótesis de que personas bien formadas en un sentido amplio serían capaces de servir adecuadamente las necesidades de las nuevas empresas o las del propio Estado. Este modelo, como los otros, también tuvo éxito en los países en los que se aplicó, pero, a diferencia de los otros, resistió mejor el paso del tiempo y parece estar más adaptado al contexto actual.
Los tres modelos de universidades que surgen en los inicios del siglo XIX, han ido entremezclando sus características con el paso del tiempo. Por ejemplo, la investigación científica, una característica típica del modelo alemán a la que eran ajenas las universidades anglosajonas, se incorporó a algunas de ellas a finales del propio siglo XIX. Sin embargo, las universidades francesas o algunas otras instituciones de educación superior de ese país, como las Grandes Écoles, siguen siendo ajenas a la idea de que la investigación es una parte esencial de la vida universitaria. Podemos apreciar que algunas cosas que los universitarios consideramos fundamentales, como la investigación, son ajenas a la universidad antigua, pero también a muchas universidades modernas. Este es un buen ejemplo de que la universidad tiene menos principios sagrados y generales que los que los propios universitarios solemos creer.
España es un caso típico de modelo napoleónico de universidad, aunque las reformas que tuvieron lugar durante los años 80 nos separaron algo de ese modelo. Sin embargo, y a pesar de la autonomía y de la formal separación del Estado, las universidades siguen siendo instituciones con un fuerte carácter funcionarial, con un gobierno burocrático, y, sobre todo, con una fuerte orientación profesionalizante (Mora, 2004). Esta última característica de la universidad española, la orientación profesionalizante que compartimos con muchos otros países, especialmente con los latinoamericanos, merece que se le preste especial atención.
El modelo dominante en Latinoamérica se asemeja en lo fundamental al napoleónico, y está concebido para dar respuesta a las necesidades de un mercado laboral caracterizado por:
Profesiones bien definidas, con escasa intercomunicación, con competencias profesionales claras, y, en muchos casos, hasta legalmente fijadas. La escasa intercomunicación que las profesiones tienen entre ellas, hace que las competencias requeridas sean siempre específicas y relacionadas con un aspecto concreto del mundo laboral.
Profesiones estables, cuyas exigencias de competencia profesional apenas cambian a lo largo de la vida profesional.
El sistema de educación superior, y de alguna manera el del conjunto del sistema educativo, daba respuesta a estas necesidades específicas del mercado laboral. La palabra «licenciado», de tanto arraigo en nuestros sistemas universitarios, representa bien ese sentido que se le ha dado a la universidad como otorgadora de licencias para ejercer las profesiones. Lógicamente, si se trataba de formar para pro-fesiones que además iban a ser estables durante mucho tiempo, las universidades formaban enseñando el estado del arte en cada profesión. Todos los conocimientos que podían ser necesarios para ejercerla debían ser inculcados en los jóvenes estudiantes. La hipótesis era que todo lo que no se aprendía en la universidad ya no se iba a aprender después. Los profesores, actores principales del proceso educativo, debían procurar que los estudiantes aprendieran el máximo de conocimientos específicos que fueran a ser necesarios en la vida laboral, pero, sobre todo, que los profesores deberían garantizar que ningún estudiante que obtuviera el título académico (que igualmente era el profesional) careciera de esos conocimientos imprescindibles para el ejercicio de la profesión. La universidad y el profesor eran –y siguen siendo– garantes de que los graduados tengan la competencia profesional necesaria. Las universidades no sólo dan la habilitación académica sino también la profesional, al contrario de lo que sucede en el mundo anglosajón, en el que la habilitación para el ejercicio profesional la otorgan los gremios profesionales y no las universidades. Este es un hecho relevante que podría cambiar pronto, y que supondría una auténtica revolución en el modelo tradicional de las universidades.
Este modelo educativo, que se creó hace dos siglos, sigue presente en buena medida en la universidad española. Una reciente encuesta (Teichler y Schonburg, 2004) realizada a graduados universitarios europeos y españoles, muestra el parecer que estos graduados tienen sobre el tipo de formación que han recibido en la universidad. La encuesta se realizó en el año 1999 a personas que habían terminado sus estudios cuatro años antes. Por tanto, se trataba de opiniones de graduados que habían asistido a la universidad en la década de los 90, es decir, durante la época de las reformas educativas que tuvieron lugar a principios de ese período en España. Los resultados de una de las cuestiones planteadas (el énfasis que se hacía en la universidad sobre una serie de aspectos) se muestra en la tabla 1. En la primera columna se presentan los resultados referidos a Europa, y en la segunda los correspondientes a España.
El modelo pedagógico del sistema universitario español queda perfectamente definido en los resultados de esta tabla. Los graduados creen que la universidad hace hincapié en la transmisión de teorías y de conceptos, mientras que el aprendizaje independiente, el conocimiento instrumental, el aprendizaje basado en problemas y en proyectos, las actitudes y habilidades sociales y comunicativas, la adquisición directa de experiencia laboral, no superan el valor central del 5. Además de teorías y de conceptos, el sistema concede importancia a la asistencia a clase y al consiguiente valor del profesor como fuente fundamental de información.

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